Belén Navajas y Javier Gómez, investigadores del Foro Hispanoamericano UFV, han emitido un manifiesto en el que afirman que “la Historia no puede ser un arma arrojadiza”.
Decapitar estatuas, dinamitar budas, derruir iglesias, alterar monumentos, renombrar avenidas y tantas otras formas con las que se pretende solventar nuestras deudas con la historia responden a profundas desviaciones del espíritu. Desviaciones nacidas de la ignorancia. De una ignorancia que no reside en lo que uno no sabe; no reside en nuestro conocimiento o desconocimiento sobre la personalidad, ambición, anhelos y objetivos de hombres tan diversos como Timur el Cojo, Colón, Motēcuhzōmā Xocoyotzīn, Elizabeth Tudor, Simón Bolívar, Winston Churchill o Teresa de Calcuta. Es otro tipo de ignorancia. Es el desprecio absoluto a lo que significa la historia, al sentido que tiene estudiarla, a la utilidad que tiene enseñarla. Pero no es una ignorancia inocente, es la perversión nacida del fanatismo. Un fanatismo revolucionario, pretendidamente virtuoso, que sobre la construcción de un ideal de hombre inexistente exige al otro lo que, en ningún momento, somos nosotros capaces de alcanzar. Ignora, o pretende ignorar, que Winston Churchill no tiene una estatua en las proximidades del parlamento británico por su coincidencia con los ideales de nuestra sociedad, Timur no fue pacifista, Colón no fue un alma caritativa, Motēcuhzōmā no respetaba las libertades de sus súbditos ni tenía una dieta muy razonable, Elizabeth I no fue tolerante y así podríamos seguir sobre todos y cada uno de los personajes históricos y de nuestros contemporáneos. Pocas cosas son más peligrosas que ese espíritu revolucionario que, sostenido sobre una pretendida virtud, genera la más brutal de las barbaries y, so pretexto de una redención, la violenta división social.
Estas actitudes están alejadas del ser mismo de la historia, del sentido político que tiene su estudio y su enseñanza. La Historia es una disciplina que tiene una triple función política; una triple función que busca garantizar la convivencia. En primer lugar, se esfuerza por solventar una necesidad social e individual: la comprensión de la realidad como fundamento de la acción. Comprender la realidad, dar razón de su modo de ser, hacerla inteligible. Así, el presente ilumina el pasado y el pasado el presente; desde el hoy nos preguntamos y damos sentido al pasado, que, comprendido, da sentido al presente. Desde aquí, nos enfrentamos al porvenir. Comprenderlo no es juzgarlo, ni reconstruirlo caprichosamente con pretensiones inconfesables, ni, por supuesto, soñar con lo que hubiera debido ser, pero nunca fue.
La comprensión proporciona un segundo servicio a esa convivencia política: libera. No libera porque, con displicencia, miremos a nuestro pretérito con superioridad, ni lo consideramos indigno de la maravillosa sociedad que soñamos alcanzar; libera porque nos hace tomar conciencia de los límites de nuestra creencia; nos permite acceder a la naturaleza de lo humano, y a la nuestra, cuestionándonos a nosotros, no a nuestro pretérito.
Y si hacemos esto, la historia ha de contribuir, por último, a la cohesión social. Lo que hemos sido, bueno o malo, por definición, ya nunca podremos volver a serlo, pero nos ha de servir para establecer sobre fundamentos sinceros y realistas la convivencia.
En definitiva, la Historia no puede ser un arma arrojadiza, ni los historiadores, jueces.
Si somos capaces de entender esto, la asunción, que no la aceptación acrítica ni el desprecio moralista, de nuestra historia nos hará mejores como sociedad; entender el sentido profundo de la tradición —de lo recibido y del hecho de recibirlo— consolidará nuestra capacidad de respuesta, arraigará nuestra convivencia y, generando soluciones adecuadas, nos hará más libres e, incluso, si la razón lo vuelve menester, no cabe descartar que la estatua de un general, un descubridor o un político, en otros tiempos, brillante se cubra gloriosamente del polvo del olvido.
Un caso. Cuando en septiembre de 2015, el papa Francisco canonizó a fray Junípero Serra con ocasión de su viaje a Estados Unidos, surgieron voces que pretendían eliminar su huella en California, en nombre de no se sabe qué simbolismo de opresión. El franciscano, sin dudarlo, los evangelizó e incorporó a la Monarquía hispánica. Al tiempo, defendió sus derechos y los sacó de lo que él creía la barbarie.
Son varias las estatuas que, desde hace ya tiempo, se le han erigido. Una de ellas, representando al estado de California, en el mismo Capitolio de Washington. A su lado, destaca la estatua del padre Eusebio Kino, un jesuita italiano: evangelizador de Arizona, defensor de los pimas y cartógrafo. Antes de llegar al que sería su destino definitivo, Kino había fundado las primeras misiones en la actual Baja California; había dibujado los primeros mapas correctos de la zona, demostrando que era península, y no isla. Gran parte de las cuarenta expediciones que llevó a cabo por la Pimería —la tierra incógnita que se extendía al norte de la provincia de Sonora— tuvieron como objetivo demostrar este hecho y localizar, por tanto, el paso por tierra que debía conectar las misiones de California y la Pimería. Muchos años más tarde, tras la expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios de la Monarquía española, san Junípero fue fundando misiones hacia el norte de California, continuando así la labor iniciada por el primero.
¿Tiene sentido derribar sus estatuas? ¿Tiene hacerlo con las de Colón o Juan de Oñate? ¿Destruiríamos el Coliseo o las pirámides —egipcias o mexicanas— como símbolos de gobiernos totalitarios y opresores?
No tiene más sentido destacar, como hizo, desde 1917, Herbert Bolton y los estudiosos que han seguido su estela, la heterogeneidad de orígenes que cabe rastrear en la configuración de Estados Unidos: españoles, europeos, africanos, orientales, cristianos, judíos, musulmanes… Configuración que, por supuesto, ha sido violenta, conflictiva, difícil, pero, al mismo tiempo, grandiosa, enriquecedora y, si no ejemplar, ejemplificante, como lo ha sido la historia de España, de la Gran Bretaña, de México, el Japón o, por supuesto, los países del llamado Tercer Mundo, donde, no olvidemos, tampoco viven ángeles.
Echar la culpa a Colón, o peor, a un estereotipo que de él nos hemos fabricado, de los problemas estructurales de la sociedad estadounidense actual resulta sorprendente, pero, en modo alguno, es inocente ni generoso.
El correcto estudio de la historia —no la reconstrucción de vidas ejemplares— y su enseñanza, políticamente fructífera, es la tarea que, como universitarios, nos hemos impuesto.
Foro Hispanoamericano Francisco de Vitoria